Los chicos allá en la esquina: sobre ciudades, rostros y carteles
- Ignacio Rullansky
- 17 nov 2023
- 7 Min. de lectura
La mañana del lunes 6 de noviembre se inauguró en la Ciudad de Nueva York la esquina Charly García. Fue una fiesta. Todos saltamos con Fanky y Nos siguen pegando abajo. La huella que Charly dejó es parte de nuestra piel. Entre sus himnos, Los dinosaurios generó aquella sensación de comunión inexplicable, de estar en casa, lejos de casa. No soy un extraño. Entre argentinos y latinoamericanos, tenemos ahora un sitio común de concurrencia en Nueva York que da cuerpo a la experiencia del exilio durante las dictaduras y a la expatriación de la búsqueda de otra vida, en democracia.
La esquina no luce la silueta oscura del grafiti de la tapa, que a Charly le recordó a los desaparecidos. Tampoco, por ahora, la placa verde propia de la señalética de la ciudad para calles nombradas en homenaje a personalidades, edificios notables, colectividades, acontecimientos o hasta géneros musicales. Los argentinos presentes bromeábamos sobre la altura del cartel: sólo podía tratarse de uno ceremonial y transitorio, porque sino, no duraría dos segundos hasta que alguien lo reclamara.
Es que nadie puede apropiarse de la esquina Charly García. Le pertenece a todos. Salvo al único que puede pedir, excepcional e irreprochablemente, que el taxi lo deje “en la esquina de Walker y yo”. Ahora, este rincón es un puente más en la historia de dos ciudades que une largamente a Buenos Aires con Nueva York. Una esquina que conmemora un disco bisagra en la carrera del artista, que marca un parteaguas en el rock nacional, y que acompaña la transición de la dictadura a la democracia.
El disco propone satíricamente imaginar a los dinosaurios en la cama y, curiosamente, hoy, el candidato por la opción negacionista de la dictadura exuda públicamente las excentricidades de su vida íntima mientras su acompañante como vicepresidenta invita a imaginar el predio del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti como un parque, pero no de la memoria. Es decir, que en cierto sentido, desaparezca el mundo como hoy lo conocemos. Dedicar el espacio de la ex ESMA a un uso no reflexivo, no conmemorativo, alejado de la investigación y de la educación por los valores de la democracia, constituye una alteración total de los pactos que ligan a los argentinos entre sí, y con su propio espacio de vida, desde que salió Clics Modernos.
También es dable imaginar la disponibilidad de las hectáreas del predio al mercado inmobiliario. Después de todo, los terrenos vecinos que pertenecían al Tiro Federal corrieron esa suerte y la sede del CENARD estuvo cerca. Pero ahora no se trata de licuar un espacio físico en mercancía, sino de refuncionalizar su propósito como espacio de comunión y de encuentro, pero ya sin evocación de ausencias ni compromisos a futuro.
Un aspecto clave de la democracia es que cobija su inmanente conflictividad, albergando la posibilidad permanente del desacuerdo entre sus partes constitutivas. Por eso es que no es contradictorio que concurran en el debate público lecturas que compitan sobre cómo instituir políticas de la memoria, y de hecho, el propio recinto del Conti reúne movimientos e instituciones que reflejan estas debidas desavenencias.
La Argentina se dirime entre dos candidatos. Cabe recordar, que no hay que pescar dos peces con la misma red. Y mientras en nombre de la libertad el negacionismo de la dictadura se anuda al negacionismo del antisemitismo, dos discursos que se refuerzan entre sí, otras fuerzas políticas se apresan en la red de asociaciones imposibles haciéndole un servicio efectivo y pleno al tenebroso ímpetu de pogrom que se despertó el 7 de octubre, un mes antes de la inauguración de la esquina.
A los días del ataque terrorista escribí que se había vuelto decible expresar, justamente, eso: que el pogrom reflejó la voluntad de la organización perpetradora, de la eliminación plena de toda forma plural de vida. Esto se ve demostrado en la reducción de la vida de la población sometida al yugo de Hamas a la condición de escudo humano, y en tanto, de instrumento en una lucha ideológica. Ahora, se ha vuelto ruidosamente decible, en esta otra lucha, que Hamas ha actuado como la chispa de un brote de antisemitismo latente y abiertamente expreso entre sectores que se asumen progresistas compartido con el grupo terrorista, aún pese a las irreconciliables diferencias que tengan con él.

La campaña global de pegar afiches con los rostros de las víctimas en las calles tuvo su eco local y el efecto generado fue el mismo que en el extranjero. Por mímica o motu propio, es decir, por un racismo autóctono y resonante, en Argentina también hay muros y postes con carteles arrancados. Las protestas copan las calles y casas de estudio. Lugares de encuentro, de cruces, de construcción de sentidos de pertenencia disputados, quebrados. Unos de un lado, otros arrinconados. Los cantos claman por la liberación de Palestina, desde el río hasta el mar, es decir, entendiendo como liberación la destrucción de todas las formas de vida conocidas dentro del Estado de Israel, judías y no judías. Más aún, las letras prestan su consentimiento a un genocidio judío a nivel internacional: “Intifada, Intifada” e “Israel, Israel, you can’t hide, we want Jewish genocide” (Israel, no te podés esconder, queremos el genocidio judío), sobresalen en el repertorio.

La obstinación de la izquierda en identificar el pogrom de Hamas (que niega a su propia población, munición privilegiada, un corredor humanitario) como un acto de resistencia “que se puede explicar en el contexto más amplio de la ocupación” puede interpretarse como una pérdida del sentido en su carácter de abanderada de las causas de los oprimidos. Una maraña de distorsiones conceptuales concatenan forzadas solidaridades en su supuesta resistencia contra la opresión occidental. Por ejemplo, la vinculación de la igualación de derechos de minorías de género hermanada con una gesta como la de Hamas, que se piensa a sí misma como absolutamente contraria a estas banderas. Aún cuando la desolación de los grupos marginados en Occidente sea inmensa, es dable, precisamente en los marcos que provee la forma de sociedad occidental, protestar en los términos en que lo hacen: es decir, referenciándose con banderas palestinas, pero también, con las de Al Qaeda, ISIS o Hamas, que afloran indisimuladamente en las protestas. No se tratará de la democracia obrera alternativa al orden capitalista-parlamentario burgués, a la Gramsci, pero es algo. Y aún cuando, uno quiere creer, estas asociaciones surjan de algún sentimiento bienintencionado, en algún momento podrían resultar extremadamente peligrosas.
Nada dice el progresismo sobre el retorno de los secuestrados, ni tampoco, de las familias de las víctimas de Hamas y del trauma de los desplazados en Israel: sean o no sean judíos, cuestión que resulta insólito seguir enfatizando, como si una marca identitaria justificara la indolencia a su sufrimiento, el ajusticiamiento por su carácter culpable, eternamente. La destrucción del espacio de vida en Gaza, la muerte de miles de inocentes y el trauma de los supervivientes conmina tanto condolencia y solidaridad, como requiere la problematización indispensable de las responsabilidades de Hamas, de la ANP, del Estado de Israel, de Egipto, y del Mundo Árabe.
(Manifestación estudiantil en el University Center de The New School, en Nueva York)
Lo que no justifica, en modo alguno, especialmente, para discursos que se asuman como antifascistas y antirracistas, es que se arranque el rostro de otras víctimas igual de humanas. Desaparecidos por los que no claman organismos internacionales enfocados en causas humanitarias. Desaparecidos cuya ausencia, como indiqué recientemente en otro texto, es redoblada cuando los transeúntes, estudiantes, militantes, arrancan y desfiguran los afiches. Desaparecidos a los que se adosa el texto “nazi” u “ocupante”. Inaudita representación de la causa de las minorías ver en una persona sólo una categoría, y no aquello que la vuelve humana y semejante.
Los carteles son pasajeros. Están dispersos en barrios de ciudades de todo el mundo. La organización en fijarlos es respondida por aquella en destruirlos, pero los carteles vuelven. Esta intervención sobre el espacio público manifiesta un juego de reposiciones y sustituciones de presencias, que se alternan tanto como en las calles las marchas contra el antisemitismo de esta semana, en París y Washington, y las tantísimas protestas pro-palestinas en ciudades del Medio Oriente, europeas y americanas. Es notable que se construye aquí un registro estético de aparición de lo humano en el espacio público, donde la materialidad de postes, buzones, andamios y otros elementos del mobiliario urbano actúan como dispositivos de soporte para la inscripción de esta disputa por la verdad sobre la humanidad de las víctimas: quiénes constituyen las víctimas, quiénes los perpetradores de la violencia, y en razón de ello, además, cuál es la naturaleza de la persona que pega un afiche y cuál, la de quien lo arranca. En otras palabras, esta situación nos habla sobre cómo lo urbano deviene un escenario para representar otra batalla: aquella donde se entrelazan interpretaciones diferenciales sobre las responsabilidades sobre los acontecimientos en Israel-Palestina, y a la vez, respecto a cómo se circunscriben posibles alianzas, connivencias o afrontas contra los grupos directamente involucrados en los enfrentamientos y, también, a nivel diaspórico. Precisamente, nuevos carteles, pintadas, stickers con leyendas, son elementos que responden a los carteles pegados y a los arrancados, disputando cuál debería ser la correcta ética de la convivencia en estas otras locaciones: Argentina, otros países de América Latina, América del Norte, Europa, donde fuere.
Cabe preguntarnos por las condiciones que no hacen posible en el presente encontrar un espacio de encuentro donde la monumentalización de la pena por los rostros de las víctimas de la violencia, cualquiera sea su nombre, sean veladas por igual. Un sitio en el cual los rostros no se presenten de manera fugaz y vulnerable. En Nueva York, el parque de Union Square ofició de sitio de homenaje de las víctimas del 9/11. El Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, en Buenos Aires, o el Parque de la Memoria, invitan a la contemplación de la pluralidad de nombres y rostros imbricados en un ejercicio de construcción colectiva de la memoria, de la identidad y de un sentido de justicia que entendemos como democrático. La nueva edición de viejos negacionismos atenta contra ello: incluso, bajo el convencimiento de que arrancar rostros refleja la lucha contra el fascismo. Mientras tanto, los chicos allá en la esquina, pegan carteles.
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